El reparto de los impuestos que recauda la Nación, lejos de incentivar la autonomía, consolidó el poder de caudillos provinciales. Sin una reforma estructural, el país seguirá atrapado en un sistema que separa responsabilidad fiscal de representación política.
Con el gobierno nacional relanzado después de las elecciones del 26 de octubre, todo indica que la agenda se centrará en dos reformas económicas fundamentales, más allá de la reforma del Código Penal.
En mi opinión, ambas reformas económicas son relevantes, pero si tuviera que iniciar con alguna, elegiría la impositiva. La razón es clara: si las empresas no obtienen ganancias y no se atrae capital, ninguna reforma laboral logrará reducir la desocupación ni blanquear el trabajo informal.
El problema central a la hora de encarar una reforma impositiva es la coparticipación federal. Este mecanismo no existía en la sabia Constitución Nacional de 1853, que preveía que cada provincia se financiara con recursos propios y la Nación, con la recaudación de aduanas, correos y otras rentas.
Formalmente, la coparticipación federal de impuestos se incorporó a la Constitución Nacional en 1994, aunque previamente se habían dado pasos que culminaron con la desaparición del federalismo fiscal y el avance hacia un sistema coparticipativo.
Hasta 1890, el sistema tributario argentino era un ejemplo de federalismo. La Nación financiaba sus gastos con ingresos del comercio exterior y algunos impuestos internos recaudados en territorios nacionales.
Hasta 1950, las actuales provincias de Chaco, La Pampa, Misiones, Formosa, Neuquén, Santa Cruz, Río Negro y Chubut eran territorios nacionales. Tierra del Fuego fue declarada provincia en 1990. Esto significa que hasta mediados del siglo XX, Argentina tenía catorce provincias y nueve territorios nacionales. Por su parte, las provincias financiaban sus necesidades con impuestos sobre la propiedad y el consumo.
En 1890, tras la crisis de la banca Baring, la Nación aplicó impuestos internos en todo el territorio, comenzando a coparticipar recursos con las provincias. Pero durante la crisis de 1930, la Nación estableció nuevos tributos en las provincias y se profundizó la coparticipación federal.
A comienzos de la década del treinta, el gobierno nacional unificó los impuestos internos, instituyó el impuesto a las ventas y ratificó el impuesto a los réditos, actual impuesto a las ganancias.
En esa etapa, el sistema de coparticipación -aún fuera de la Constitución- seguía el principio devolutivo: devolvía a las provincias según el aporte que cada una generaba en los impuestos recaudados.
El cambio definitorio ocurrió en 1973, cuando, con la creación del IVA, la distribución primaria entre Nación y provincias pasó a ser de 48,5%, quedando el resto como fondo compensador (ATN). Pero el dato relevante es que el sistema dejó de ser devolutivo para convertirse en redistributivo.
Si la coparticipación resultó negativa, peor fue cuando el sistema redistributivo separó el beneficio político de gastar del costo político de recaudar.
El siguiente gráfico ilustra qué porcentaje representan los impuestos provinciales del total de recursos impositivos en cada provincia según datos de 2024, entonces, incluyendo impuestos provinciales y los provenientes de la coparticipación federal, ¿qué proporción corresponde al origen provincial?.

El promedio muestra que, en general, las provincias financian sus gastos con el 32% de impuestos provinciales, y el resto depende de los recursos de coparticipación. Solamente una provincia y CABA superan ese promedio.
El caso paradigmático es Formosa, donde los impuestos provinciales representan apenas 6% de la masa impositiva. En otras palabras, el caudillo Gildo Insfrán, gobernador desde 1995, suma tres décadas de poder gracias al financiamiento que le proveen otras provincias.
No es casual que los empleados registrados en el SIPA representen 70% de los asalariados formales en Formosa. Insfrán asegura la lealtad política vinculando el empleo público, financiado por el resto del país, a la decisión de voto.
Para eliminar este nefasto sistema de coparticipación federal sería indispensable una reforma constitucional, que permitiría también avanzar en la eliminación del impuesto a los Ingresos Brutos.
Según circula, la propuesta oficial de reforma tributaria sería establecer un super IVA, por el cual la Nación conservaría el 9% y las provincias aplicarían su propio IVA, suprimiendo a cambio los Ingresos Brutos.
La iniciativa es razonable, aunque la experiencia indica que resulta difícil sostener este tipo de reformas en el largo plazo.
En 1986, Raúl Alfonsín unificó la alícuota del IVA en 18%. Entre 1988 y 1990 descendió hasta 13,6%, pero volvió a aumentar: 16 y 18% en 1991, y finalmente 21% en abril de 1995, tras el efecto Tequila.
Un dato clave: en 1977, durante el gobierno militar, nació el impuesto a los Ingresos Brutos, que sustituyó al impuesto a las actividades lucrativas derogado con la llegada del IVA en 1975.
Es decir, apenas un año después de eliminar un tributo provincial, apareció otro, sumado a que el IVA también subió. La reforma duró sólo un suspiro.
Celebro la intención de negociar la eliminación de Ingresos Brutos en favor de un super IVA, pero hay que reconocer que la voracidad fiscal del Estado nacional, provincial y municipal, que utiliza la recaudación para fines populistas, conspira contra un sistema estable mientras perdure la coparticipación.
Si algún día desaparece la coparticipación, las provincias estarán obligadas a financiarse con sus propios recursos y a ejercer mayor responsabilidad con el gasto público. Y, tal vez, no existiría un Insfrán./PorRoberto Cachanosky-INFOBAE



